jueves, 31 de marzo de 2016

La isla del poema - Sobre la poética de Aixa Rava


La isla del poema
Sobre la poética de Aixa Rava


“¿Recuerdas la estación, de noche, llena
de adioses últimos, de mal contenidos llantos
que la partida del tren atestaba?
Allá al fondo una trompeta tocaba
su adelante;
y tu corazón, tu corazón se congelaba”[1]


Introducción


Acaso la mítica primera vez en que me sentí trasladado, en mente y en cuerpo, a lugares desconocidos, fue al leer Los perros ladran[2] de Capote. Esas pequeñas crónicas no me instruyeron en la geografía de paisajes ni en la franca historia de tierras ignoradas sino que, por virtud de su arte, me transportaron, como en una nave de ciencia ficción, a inhalar el aire esencial de esas latitudes: el decir original de su gente, la implicancia natural del ambiente a la hora de planear un juego, las mentiras con las que expresan el amor, el sufrimiento del que huye o se queda.
El poemario Barda[3], de Aixa Rava, me ha devuelto a esa experiencia primigenia. Como una continuidad de mi espacio de lectura, se sucedieron los infortunios de una infancia en el hielo, la alianza mala entre la nieve y la sombra, la sal errática del viento arañando la carne, el sudor inexistente, la lentitud de las orcas descomponiéndose bajo las empinadas laderas de un fiordo y, repentinamente, como si la nave aquella siguiera funcionando, apareció ante mí el verano: la piel fortaleciéndose al sol, el ruido de una mano niña hurgando masitas en una lata, las flores, el contacto desnudo con el suelo, la libertad posible a la luz del día, el rumor de lecturas haciendo mella en una joven lectora.
Es que Barda se mueve al ritmo de un péndulo veloz entre dos extremos: el áspero tránsito de una infancia en la Tierra del Fuego de los ochenta, por un lado; y los veranos reparadores de Santa Fe, por otro.


El decir de la infancia


No reviste demasiada novedad decir que la infancia es uno de los grandes temas de la literatura –del arte en general– y que de ella se extraen elementos constitutivos de la obra de variados autores. Tampoco es noticia manifestar que gran parte de la poesía contemporánea ha tomado a la infancia como la fuente de imágenes, sucesos y anécdotas por excelencia y que muchos han hecho de ella la matriz sobre la que se erige toda una estética.
Al describir a Barda como un poemario autorreferencial que nutre su estructura de esos movimientos elípticos y pendulares de la infancia, un lector apurado podría incluirlo dentro del variopinto reino de poemas que se proponen decir la infancia a partir del propio peso de las anécdotas allí acontecidas, vistas a través del emotivo cristal del recuerdo. Sin embargo, cometerían –entiendo– un grave error. No hay en Barda apenas una aspiración de presentar el escenario autorreferencial como fin, ni un afán de verosimilitud que obligue a prescindir de cualquier otro recurso poético que perturbe la limpieza de la escena. Muy al contrario: Barda es un hecho estético construido a partir de la elaboración discursiva del propio pasado, atendiendo a la musicalidad, a la belleza de las palabras, a la reconstrucción de la propia vida como literatura poética en su sentido más elevado y no en una austeridad fundamentada en la limpieza o la conservación de la imagen evocada tal como fue o el autor la recuerda.
Ante las cuestiones de ¿cómo decir la infancia?, ¿cómo hacer poesía del propio pasado?, Barda es un puerto seguro al que recurrir para encontrar algunas interesantes consideraciones.
En primer lugar, el yo poético de Barda no narra. Es decir, no arma en el poema un segmento o semirrecta narrativa en los que aparezca un punto desde el que se deshilvana el recorrido de una historia hasta encontrar un final –cerrado o abierto– vislumbrado con el correr de los versos. El yo poético reconstruye emociones, climas, percepciones propias o entrevistas en otros para presentar, de ese modo, un primer escenario poético, embellecido luego por una retahíla de imágenes de distinto tenor lírico que funcionan como amarras: aquí te quedas, lector, descubriendo los pormenores de esta isla. Cada poema es una isla, con su propia flora y su propia fauna, y su atmósfera nebulosa. Recién después de recorrer la fronda, desandar la niebla y medir al resto de los habitantes de esa tierra, el lector podrá ver al yo lírico y reconocerlo allí en su hábitat, en la magnitud de esa infancia que recuerda.
Así, observamos el poema inicial:

“La luz rodea el verano en el recuerdo, / aquí la sombra deambula con los niños; / entre turderas y fiordos, los glaciares / hacen que el hielo se vuelva un enemigo // En esta isla, la sangre se congela, / la piel se raja, la voz se hace chillido; / y hasta las bestias, las plantas, los caminos / creen que la nieve es ajena al paraíso.”

Como se observa, en la elección de las imágenes, en el cuidadoso ritmo de las frases, en la aparición dichosa de la rima, hay una presentación del escenario y de las sucesivas historias que suceden junto a la historia, junto a la imagen anecdótica que pretende instaurar al yo lírico en su infancia. No hay narración. Hay una lógica poética, por momentos onírica, afín al verdadero ejercicio: el recuerdo.
Así, en la última estrofa de ese poema inicial:

“La isla para el niño es una cárcel / con gaviotas, nutrias y orcas muertas, / un exilio, un castigo, una venganza, / que en el sur de estos pies dejó su huella.”[4]

La forma y el contenido guardan un íntimo sentido. Es decir, hay una verdadera elección formal que constituye y resignifica el contenido y permite que el lector no se siente a escuchar una historia escrita en verso sino que se suba a esa nave –que conocí con Capote– y descienda en el epicentro del poema. Allí, para inhalar a su merced la totalidad de la atmósfera, la totalidad del recuerdo.
 En segundo lugar, el despliegue de recursos poéticos de Barda me permite otra consideración: la aparición de los otros. Resulta evidente que, al recordar, siempre estamos interferidos por recuerdos de otros, por las inintencionadas intromisiones del resto. En Barda se manifiesta esa dinámica y se oye el susurro de ese incesante “nosotros”. El yo lírico sabe que no pierde protagonismo por permitir libremente esa intrusión. Al contrario, se enriquece. Mamá, Tatung, “ellos”, el “tú” del beso.
Así, por ejemplo:

“Cuando viniste, Tatung, / yo era muy chica / –no sabía que eras vos la que después fuiste. / Quería estar sola con ellos / para siempre / y llegaste. / Después / vinieron dos más, / mucho después, / mismo desastre”[5].

O:

“Mamá hace pan / como yo dibujo con crayones la pared / –así de fácil / como mi hermano ríe / desde la cuna cuando la ve / –así de natural / como si fuera panadera / y no maestra”[6].

O, finalmente:

“(…) Nada importa. Todo sobra. / En tus labios el mundo se hace de agua / y por primera vez ahogarme / me encanta.”[7]

La aparición de esos otros en escena, a la hora del tratamiento de un recuerdo, constituyen un yo lírico polifónico, aun sin serlo. Hay un único recuerdo y una única voz que los evoca pero, en ese proceso, el yo lírico no está solo. Sabe que es hablado por otros y esa voz plural, sin necesidad de decir “nosotros”, enriquece al poema. Lo comparo con la estrategia de Norah Lange en Cuadernos de infancia[8]donde el recorte de lo recordado sigue el mismo diseño elíptico y lúdico –como la infancia–, solo que narrativo, fragmenta la historia en trazos precisos permanentemente embellecidos por y en la palabra, e incurre (aquí sí de modo manifiesto) en el “nosotras”. El recuerdo que cuenta es el suyo y la infancia es la propia pero también, a la vez, la de sus hermanas.[9]


De qué hablamos cuando hablamos de belleza


Las palabras de Barda no caen nunca fuera del universo semántico que se propone como sistema: la polisemia como guía, presente desde el título; los dos climas contrapuestos: el encierro frío y la libertad del verano; la incesante y misteriosa latencia de las emociones de una niña –luego una joven– que descubre el mundo; y la acumulación de imágenes de elevado vuelo estético, muchas veces acompañadas de rima (asonante y consonante). Pero la verdadera belleza de todo ese entramado está dada por la naturalidad con la que parecen manifestarse: no hay impostura o falsedad en los recursos ni una intención de vacía o fatua rimbombancia. Se perciben como brotes espontáneos y auténticos, eso la vuelve una poesía verdadera, por eso hay belleza.      
Dice Vicente Alexandre: “¿Poesía es igual a belleza? (…) Ponga usted que la poesía, más que belleza, parece cosa de comunicación (…) No, un vocablo no es poético de por sí. No hay palabras ‘no poéticas’ y palabras ‘poéticas’ (aunque algunas sean tan bellas). Es su imantación necesaria lo que decide su cualificación en el acto de la creación fiel (…) Las palabras no son feas o bonitas en la poesía. Son verdaderas o son falsas. ¿Qué condición admira usted sobre todo de la poesía? Su comunicatividad. La poesía es una profunda verdad comunicada. (…) Para mí el resultado más feliz de la poesía no es la belleza, sino la emoción (…) El poeta se comunica y esta comunicación tiene un supuesto: el idóneo corazón múltiple donde puede despertar íntegra una masa de vida participada”.[10]
La dicotomía entre belleza lírica o lisa y llana emoción es –entiendo– un absurdo. Como dice Alexandre, es en la veracidad de la poesía donde se encuentra su belleza y, entonces, la posibilidad de despertar una emoción. En el caso de Barda, ambas cosas –belleza lírica y emoción– encuentran ese origen común: la verdadera naturaleza de la autora. No hay excesos ni simulaciones pretensiosas. Cada palabra, cada recurso poético, responde a un impulso verdadero. El resultado feliz, en este poemario, es el abrazo definitivo entre ambas.
Así, ejemplifica ese abrazo:

“(…) Con la barcaza se aleja / mi niñez de isla” [11]

La prueba final de que el arrobamiento más inmenso al que puede conducirnos la poesía es la conjunción de belleza y emoción es que, aun con estilos y contextos muy diversos, el poema de Umberto Saba que inicia este comentario y el último fragmento citado de Barda relatan una partida (algo que se aleja o se termina), y en ambos casos quedamos, ¡emotivos lectores!, con el corazón congelado.






[1] SABA, Umberto, “La estación”. Traducción libre. El original: “La stazione ricordi, a notte, piena / d’ultimi addii, / di mal frenati pianti, / che la tradotta in partenza affollava? / Una trombetta giú in fondo suonava / l’avanti; / ed il tuo cuore, il tuo cuore agghiacciava”
[2] CAPOTE, Truman, Los perros ladran, Emecé, Buenos Aires, 1975,
[3] RAVA, Aixa, Barda, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2014.
[4] RAVA, Aixa, “Tierra del Fuego”, en Barda, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2014.
[5] “Una, dos, tres, cuatro”, Ibid.
[6] “Corazón de aire”, Ibid.
[7] “El beso”, Ibid.
[8] LANGE, Norah, Cuadernos de infancia, Losada, Buenos Aires, 1994.
[9] Ver HERMIDA, Carola, Distintas estrategias de configuración y legitimación del yo en el discurso autobiográfico argentino y MOLLOY, Silvia, Acto de presencia: la escritura autobiográfica en Hispanoamérica, Tierra Firme, 1996.
[10] ALEXANDRE, Vicente, “Poesía, comunicación” (1951) en Poesía – Prosa, Bruguera, España, 1982.
[11] “Estarse vacía” en op. cit.

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